NUEVA RESEÑA DE ANNA ROSSELL EN "QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA"

  • Portada de "El último de la estirpe", de Fleur Jaeggy

LEER LOS SÍNTOMAS

Fleur Jaeggy

El último de la estirpe

Traducción de Beatriz de Moura

Tusquets, Barcelona, 2016, 187 págs.

 

por Anna Rossell

Excepcional la escritura de esta autora suiza en lengua italiana, ampliamente traducida al español, cuya novela Proleterka (ed. Adelphi, 2001) el prestigioso Times Literary Supplement elogió como mejor libro del año. Excepcional y exclusiva en tanto que, si bien clara heredera de la literatura suiza más universal, acuña un estilo estrictamente personal e inconfundible.

Diríase que Jaeggy (Zürich, 1940) centra su interés en los episodios vitales más aciagos, sus personajes son a menudo siniestros, parecen víctimas del desamor, sin que en ningún momento los compadezca. Le interesa el desapego, la iniquidad, pero no juzga. Nada más lejos de su intención. Su escritura se limita a retratar el alma humana tal cual es, o como la percibe. Su mirada es penetrante pero aséptica, su pluma rigurosa, estricta. La autora domina el arte de leer los repliegues de la mente de sus personajes. A partir de los signos más sutiles, aparentemente nimios, despliega todo un mundo interior.

El mundo que habitan sus criaturas se percibe frío, represor, incapaz de producir ninguna calidez que acogiera amorosamente vida. Sus temas y alusiones constituyen el ademán delator de ello: la relación amor-odio entre padres e hijos, el suicidio o pensamientos de suicidio, el deseo de la muerte, el misticismo, la castidad…

Jaeggy convierte a personas reales en protagonistas de sus relatos, como si algo en sus biografías la hubiera impresionado especialmente y ella intuyera en ese algo la clave de una interpretación biográfica vital, a la espera de su epifanía en el momento oportuno, que para Jaeggy supone su trabajo literario. Así Djuna Barnes, Oliver Sacks, Ingeborg Bachmann, Iosif Brodsky, Ángela de Foligno o Agnes Blannbekin, entre otros, pueblan sus cuentos. Ellos desfilan por estos veinte relatos, en el estilo indirecto libre de una voz omnisciente o presentándose a sí mismos en primera persona. A menudo la narración oscila entre el soliloquio y el monólogo interior, lo cual subraya el carácter reflexivo y, ante todo, solitario y aislado de los personajes. Esa misma prerrogativa de la autora, esa cualidad altamente observadora y reveladora de repliegues íntimos del alma, se contagia a los personajes, que a veces dialogan con retratos de museo, confiriendo vida a lo inanimado y poniendo de manifiesto el poder del diálogo entre observador y observado, que incita al primero a proyectar en el segundo sus fantasías y frustraciones.

Formalmente, todo está acorde con el contenido: la asepsia de la voz narradora, su ademán objetivo, su percepción gélida, se traduce en frases lapidarias, cortas, contundentes, exactas. Llama la atención la atípica puntuación, que rompe con la ortodoxia para reforzar la sobriedad y la fuerza aseverativa. El uso de los tiempos verbales, con los que juega combinando a un tiempo el presente y el pasado, dando a entender la huella permanente que dejan en nuestro espíritu las impresiones esenciales. Los finales, magistrales, casi siempre rotundos, sentenciadores. Una escritura remarcable.

© Anna Rossell

(Publicado en Quimera. Revista de Literatura, núm. 391, junio, 2016, p. 59) 

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