W. S. Sebald, Austerlitz

LA HISTORIA COMO METAFÍSICA

AUSTERLITZ ,
W. S. Sebald
Carl Hanser. München,
ISBN 3-446-19986-12001
417 páginas. 23,50 Euros-D; 24,20 Euros-A

Anna Rossell

La última novela del malogrado W. S. Sebald, muerto el pasado mes de diciembre en accidente de automóvil en Gran Bretaña cuando se encontraba en la cima de su carrera literaria, narra la historia de un personaje que emprende la dolorosa búsqueda de su pasado. Austerlitz, que ha vivido una desangelada infancia bajo el nombre de Daffyd Elias como hijo de un estricto pastor de almas y de su mujer en el País de Gales, descubre a los quince años que no es aquél su verdadero nombre ni éstos su familia biológica ni su país natal. A partir de este momento el protagonista vivirá exclusiva y obsesivamente dedicado a rastrear las huellas que le permitan conocer sus raíces: checo, de origen judío, había sido embarcado por su madre en un tren de salvamento infantil a los cuatro años y medio con el fin de librarlo de la persecución nazi, a la que ni ella ni el padre del niño pudieron escapar. Austerlitz recorrerá los lugares de su pasado en busca de su reconstrucción: su Praga natal, Theresienstadt, a donde fue deportada su madre, y París, a donde huyó su padre.
Sin embargo, el libro de Sebald no se agota ni mucho menos en el relato de esta peripecia. La novela es mucho más que un recorrido por la represión de la memoria histórica y de sus consecuencias, ejemplarmente desarrollada a través de un caso individual. Más allá de esto, la novela transporta una signatura filosófica que la convierte en una experiencia intelectual de gran calado. Sebald estudia en esta obra los mecanismos del recuerdo y de la memoria consciente e inconsciente, reflexiona sobre la percepción del espacio y del tiempo, propone en definitiva una filosofía de la historia que se refleja de manera absoluta y sin resquicios en todos los niveles de la novela. Porque Sebald la aplica también sin fisuras en el nivel formal, tanto en el estilo lingüístico que practica, como en el modo, a primera vista caprichoso, en que conocemos al personaje en toda la primera mitad del libro, en la que se extiende una y otra vez en densas digresiones, aparentemente inconexas, sobre el significado histórico de la arquitectura de la estación de Amberes, de las fortificaciones de los siglos XVII y XVIII o se enzarza en explicaciones sobre la vida de la polilla. Todo en esta novela está organizado al servicio de una peculiar percepción del tiempo y del espacio y de la construcción de lo que el narrador llama “una especie de metafísica de la historia”: “Desde el principio me sorprendió el modo en que Austerlitz elaboraba sus pensamientos al hablar, el modo en que por así decirlo hilaba absorto las frases más ponderadas y que la manera en que su narración transmitía sus conocimientos técnicos fuera para él una aproximación gradual a una especie de metafísica de la historia en la que el recuerdo volvía a cobrar vida” (pp. 18-19). Esta “metafísica de la historia” se traduce en una intuición espacio-temporal que se cuestiona la relación convencional entre pasado, presente y futuro, así como la habitual distinción entre los espacios y que recuerda la percepción espacio-temporal romántica de Novalis (Heinrich von Ofterdingen): “Desde luego, dijo Austerlitz […] la relación entre tiempo y espacio […] tiene algo de ilusivo e ilusorio, por lo que, cuando regresamos de fuera, nunca sabemos con seguridad si realmente hemos estado fuera” (p. 18). La historia se percibe como un magma fluido, cuyo sedimento se deposita en espacios y objetos, susceptible de evocar nuestro recuerdo, un recuerdo inconsciente que habrá de despertar de su letargo y cuya obsesiva e insistente represión (Austerlitz había evitado leer libros sobre la historia de Alemania y pisar suelo alemán) será el testimonio sintomático de un trauma. Así es como Austerlitz experimenta repetidamente la historia buscando su historia. En la estación de la Liverpool Street se remueve por primera vez en su interior, de manera todavía inconsciente, el impulso que más adelante le llevará a querer reconstruir su verdadera identidad y su pasado, al evocarle este lugar y la visión de una pareja con un niño que sostiene una mochila, el recuerdo reprimido de la estación de la que él había partido en su infancia. O bien cuando, en su viaje de reconstrucción del pasado, en la estación de Pilsen, se empeña en fotografiar el capitel de una columna porque había desatado en él una sombra de recuerdo, como si aquella “columna se acordara de mí y […] diera testimonio de lo que yo había olvidado” (p. 316). La fotografía, la imagen, la luz, son en la novela variaciones de un leitmotiv que transporta metafóricamente esta metafísica de la historia. Las diversas fotografías, “que surgen del pasado” y que salpican con insistencia la novela, de las que Austerlitz afirma que “es como si las fotos tuvieran memoria y se acordaran de nosotros” (p. 262), adquieren de este modo una función metafóricamente narrativa, son el testimonio que encierra una clave a la espera de la mirada que las interprete. Edificios, columnas, paisajes, objetos y obras de arte son semejantes a palimpsestos, desprenden un aura en la que se encuentran el pasado y el presente, un espacio de difusa coherencia donde coinciden las vidas de los seres humanos.

Sebald aplica en su técnica narrativa y en las reflexiones del protagonista un concepto de la historia que recuerda muy de cerca el de Walter Benjamin: “El pasado lleva consigo un registro enigmático que remite a la redención. ¿No llega hasta nosotros un soplo del aire que envolvió a nuestros antepasados? ¿No hay en las voces que escuchamos un eco de aquellos que ya han enmudecido? Las mujeres que nosotros cortejamos, ¿no tienen hermanas que ellas nunca conocieron? Si es así, entonces existe una cita secreta entre las generaciones pasadas y la nuestra. Entonces hemos sido esperados en la tierra. Entonces se nos ha dado, igual que a las generaciones que nos precedieron, un tenue poder mesiánico que el pasado reclama” (Benjamin, Sobre el concepto de la historia, II). Asimismo los nexos que la novela establece entre distintos tiempos y espacios parece aproximarse a la idea de las “correspondencias” de Baudelaire, sobre las que Benjamin reflexiona a propósito de los poemas “Correspondances “ y“La vie anterieure” (Fleurs du mal): “Las correspondencias son los datos del recuerdo […]. Lo que hace grandes y remarcables los días señalados es el encuentro con una vida anterior" (Benjamin, Acerca de algunos temas en Baudelaire, X). Estas enigmáticas relaciones espacio-temporales tejen a lo largo de la historia un entramado de conexiones entre personas presentes y ausentes que se ve reflejado de manera diversa en la novela: en la evidente empatía entre el personaje narrador y el protagonista Austerlitz (así como entre ambos y el propio autor) o en la presencia elíptica, pero innegable, de Proust (en su búsqueda del tiempo perdido), de Kafka (por la extraña coincidencia entre el nombre del protagonista y el de un personaje supuestamente mencionado en los diarios del autor checo, por el intencionado traslado a la ficción de un episodio biográfico de Kafka: su estancia en el balneario de Marienbad, que Austerlitz repite, o por el eco de la herencia literaria kafkiana que resuena ocasionalmente en la novela) y de Bernhard (por su estilo lingüístico y su simpatía por los personajes taciturnos y solitarios, marcados profundamente por su país). Esta concepción de la historia se desprende igualmente de las múltiples metáforas con que Sebald trabaja en su novela: el entramado y denso tejido que forman las raices de un viejo castaño, que Austerlitz descubre en una plaza de Praga, le hace reflexionar sobre la naturaleza del tiempo, el cual se le antoja dominado por una ley oculta; la mochila que el protagonista lleva constantemente a la espalda y por la que desde niño siente especial apego es un trasunto de la historia colectiva e individual y el propio nombre de Austerlitz es el legado de la historia europea en la que se cifra la identidad del protagonista y da significativamente título a la novela. La percepción alineal e intrincada del tejido histórico se manifiesta asimismo en las curiosas coincidencias que observamos entre el primer narrador y el protagonista: ambos tienen exactamente la misma edad, comparten intereses similares por la arquitectura histórica y la civilización europeas, se encuentran más de una vez de modo casual, la primera precisamente en una estación, la de Amberes, y ambos viajan obedeciendo a vagos impulsos. Poco más sabemos del narrador, que no parece tener otra misión que la de escuchar (se trata casi enteramente de un monólogo) y que asume la tarea de dejar minucioso y fiel testimonio del dilatado relato que Austerlitz hace de la reconstrucción de su identidad y de sus reflexiones. Un relato que el protagonista retoma de manera automática en los diversos encuentros de ambos y que se manifiesta formalmente al lector como un larguísimo fluido textual, que el primer narrador no interrumpirá más que en dos ocasiones (en la página 169 y, prácticamente al final, en la página 405).

Sebald participa del pesimismo de Benjamin, que se pregunta con insistencia por qué el hombre de la modernidad pierde una y otra vez su oportunidad histórica. La tesis benjaminiana del angel de la historia, que interpreta la mirada hacia atrás del rostro horrorizado del angel del cuadro de Klee como la reacción al espanto que le produce lo que ve ante sí (Benjamin, Sobre el concepto de la historia, IX) se confirma al final de la novela: Austerlitz, que ha viajado a París siguiendo las huellas de su padre y busca documentación en la Biblioteca Nacional de la ciudad, percibe en el monumental y ultramoderno trazado arquitectónico del nuevo emplazamiento de la Biblioteca, así como en la propia construcción del edificio, inconfundibles signos de hostilidad. El vértigo que le produce la visión del vacío desde la pared de cristal del piso decimooctavo de una de sus torres, transporta, cargado de profundo simbolismo, otro vacío mucho más amenazador: el abismo que se abre ante nosotros cuando quedan enterrados, y ocultos e irrecuperables para siempre, los rastros de nuestro pasado. Significativamente, el nuevo edificio de la Biblioteca Nacional se levanta precisamente sobre la plaza de nombre Austerlitz-Tolbiac, que sirvió a los nazis para el almacenamiento de los objetos de valor expropiados a los judíos durante la ocupación de París. Como expresión de alarma o de grave advertencia, Sebald crea en Austerlitz un ejemplar de la última generación que, empeñada afanosamente en la reconstrucción de su historia, no encuentra sino los signos de su destrucción.

(Abril 2002)

(En: Quimera. Revista de Literatura)

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