Anna Seghers, Tránsito
Ningún lugar en el mundo
Anna Seghers,
Tránsito
Traducción de Carlos Fortea,
RBA, Barcelona, 2005, 239 pp.
Anna Rossell
Sabido es que el paso del tiempo contribuye de modo decisivo a situar una obra en el lugar que justamente le corresponde en la historia de la literatura. La distancia asegura mayor objetividad en el juicio crítico y es la única garante de que un texto merezca o no la categoría de clásico. Si fue La séptima cruz (Das siebte Kreuz, 1939) la novela que dio a Anna Seghers fama internacional y que ensombreció en su momento su otra gran obra, Tránsito (Transit, 1944), los años permiten una valoración más ajustada de ambos textos y hacen necesaria una corrección. Porque aunque sigue siendo unánime entre los estudiosos la opinión de que son estas dos novelas las más logradas de su autora, bien puede afirmarse que es Tránsito, y no tanto La séptima cruz, la que en primera línea debe prevalecer por encima de todo en el canon literario occidental, por más que Marcel Reich-Ranicki incorpore esta última, y no la primera, a su canon de la literatura alemana (Der Kanon, Insel, 2002). Por esto debemos congratularnos de que Tránsito haya sido recuperada ahora en lengua española, la lengua en que fue publicada por primera vez, en México –país que acogió a Seghers en su forzado exilio-, antes incluso que en la versión original alemana, que no pudo ver la luz hasta 1946.
Efectivamente Tránsito reúne con creces los ingrediente necesarios de un clásico de la literatura, en tanto que aborda un tema universal en el tiempo y en el espacio y lo hace con exquisita sensibilidad lingüística y gran madurez estructural.
Netty Reiling (1900-1983) –que a partir de 1929 adoptó el pseudónimo de Anna Seghers- consigue novelar con extraordinaria objetividad unos meses de la dramática vida de los exiliados alemanes a su paso por Francia en espera de una tierra de acogida en ultramar. Objetividad muy difícil de lograr, sobre todo si consideramos que tanto el tema como la situación personal de la autora en el momento de la gestación y escritura del texto la hacían prácticamente imposible. Porque Seghers concibe y escribe esta novela, que glosa la triste y trágica situación del exilio alemán huido del nacionalsocialismo, en los años 1940-1941, los mismos años en que la autora sitúa los hechos novelados, y narra sucesos que la afectan a ella y a su familia de manera absolutamente directa y personal.
Seghers, de ascendencia judía y miembro activo del KPD -el partido comunista de la Alemania de entonces- desde 1928, se encuentra en París cuando el ejército nazi ocupa la capital francesa en 1940 y los exiliados alemanes se ven de nuevo obligados a huir hacia el sur en busca de refugio en la zona francesa no ocupada. Marsella, el último puerto europeo hacia la libertad, “el único puerto del país en el que aún ondeaban banderas francesas”, será la ciudad de su angustiosa espera y el escenario donde transcurre el grueso de los sucesos de la novela. Así las páginas de Tránsito dan cuenta de un momento histórico que, aun siendo estrictamente autobiográfico, dista mucho de ser parte de una autobiografía. A través de un vasto abanico de historias individuales la autora despliega un calidoscopio de personajes que configuran la diversa y amplia palestra de biografías que forman el conjunto del grupo de los exiliados. Sin faltar a la especificidad de cada una de ellas, todas están marcadas sin embargo por el denominador común de su situación de tránsito, que convierte la esperanza de una nueva patria y de una plaza en un barco en un infierno burocrático que traduce a dramática realidad la metáfora kafkiana y la devuelve a la fuente de inspiración “natural” del autor checo. Con absoluto realismo Seghers narra las vicisitudes del día a día de la vida de una serie de personajes a quienes el exilio ha abocado a un terrible destino común, “todos huyendo de la muerte, hacia la muerte”: los campos de concentración (en Alemania y en Francia), el miedo permanente, el abandono forzoso de su país, la pérdida de la lengua y, en definitiva, de la identidad, la profunda soledad por la impuesta carencia de nexos emocionales, el doloroso desarraigo de quienes se encuentran entre un pasado perdido y un futuro incierto que quizá nunca tendrán, un lugar en suspenso, un limbo donde el tiempo se ha detenido.
La autora, que se sirve de un joven personaje masculino y apolítico, pero sensible y humanamente comprometido, para ganar la necesaria distancia hacia unos hechos de vivencia personal tan inmediata, consigue de este modo una objetividad histórica que hace de esta novela un documento, una crónica que, sin embargo, reduce al mínimo absoluto los elementos que remiten a lo que tradicionalmente entendemos por Historia. No es ésta la que a Seghers le interesa aquí; no es de fechas señaladas ni de logros militares, ni siquiera de actuaciones políticas de uno u otro signo de lo que quiere dejar constancia, sino de los terribles efectos de la Historia de éste momento, y de todos los momentos, sobre la vida de los exiliados.
Porque el acusado realismo del estilo de Seghers, que no sólo se debe a la autenticidad con que describe los hechos, sino también al minucioso detalle, casi fotográfico, con que retrata las calles, los consulados y los cafés de la Marsella de la época, no está reñido en absoluto con la universalidad de lo narrado. A pesar de la concreción del marco histórico, Seghers se esfuerza por subrayar que la maldición que persigue al exiliado es siempre la misma, o muy parecida, desde los tiempos más remotos y lo hace a través de reflexiones de su protagonista sobre épocas pasadas demasiado iguales o echando mano de referencias o evocaciones mitológicas, un recurso que caracteriza su obra en general. Y es precisamente esta atípica combinación entre realismo y mitología -tanto griega como cristiana-, así como el hecho de que las alusiones a la Segunda Guerra Mundial y a las cuestiones ideológicas estén calculada y estratégicamente reducidas al mínimo, lo que convierte esta novela en un texto universal y le confiere la actualidad más absoluta. Así el drama de los exiliados alemanes perseguidos por el nacionalsocialismo -que coinciden con los españoles republicanos en idéntico calvario, arrastrados por acontecimientos de la misma naturaleza- se lee como el drama de cualquier exiliado, de cualquier desplazado forzoso, sea por razones político-ideológicas, económicas o de cualquier otra naturaleza, que acostumbra a no ser tan otra. Y es ésta la razón por la que este texto supera en madurez a su rival autógrafo, Das siebte Kreuz –también publicado en español por Akal y Alfaguara, bajo el título La séptima cruz, en diversas ediciones y traducciones distintas-, que no consigue ser leído fuera del concreto contexto de los años en que se ubica, o lo consigue mucho menos.
Desde luego esta novela constituye una pieza fundamental del género llamado del exilio, en tanto que proporciona material esencial para el estudio de la literatura producida en esta época. Pero su importancia trasciende con creces ese marco: la modernidad que en su momento suponía la técnica narrativa del montaje y del monólogo interior utilizado por la autora -en la línea de uno de sus admirados maestros, el norteamericano John Dos Passos-, la hacen merecedora de consideración también desde este punto de vista. Ello nos invita a recordar la importante contribución de Anna Seghers a la polémica que sostuvieron autores del exilio en torno al concepto de realismo literario en lo que se conoce como Realismusdebatte (Debate sobre el realismo), protagonizado sobre todo por Bertolt Brecht y György Lukács, en un intenso intercambio epistolar que la autora alemana contribuyó a enriquecer. La obra de Anna Seghers, comunista convencida y presidenta de la Asociación de Escritores de la República Democrática Alemana desde su fundación en el año 1952 hasta 1978, ha dejado traslucir su militancia ciega más a menudo de lo deseable, pero su autora siempre se desmarcó del concepto de realismo y de las consignas estéticas del teórico húngaro que el socialismo ortodoxo pretendió imponer a la escritura literaria. Esta novela, en fluida traducción de Carlos Fortea y publicada recientemente también por La Magrana, en versión catalana de Joan Fontcuberta, nos brinda lo mejor de su producción.